-Buenos días, Nicanor, ¿Qué tal se encuentra hoy? ¿Se acuerda usted de mí?
-Por supuesto, es usted ese periodista del Diario Montañés que me visitó hace una semana, otra cosa no, pero la memoria me sigue respetando a pesar de mis noventa y siete eneros; se lo que quiere, esa historia que anhela publicar en su periódico.
Acabada la guerra, llegó la posguerra, España estaba devastada, y resurgir de sus cenizas era tarea complicada, muchos camaradas quedaron expuestos a las atrocidades de la dictadura franquista y se vieron obligados a huir para no ser fusilados, ahí es donde empieza mi aventura.
Así que decidí unirme a la causa, con diecisiete años era el enlace del partido comunista que acompañaba a los compañeros hasta Irún, allí otro compañero cruzaba Los Pirineos hasta llegar a Francia, fueron años complicados, conseguí salvar muchas almas.
Mi padre fue uno de esos caídos al alba en la tapia de un cementerio, tuve que madurar pronto, con catorce años ya me ganaba unas perras en la barbería de mi tío Nicolás pasando el cepillo y ahí pude conocer el verdadero significado de la palabra guerra, odio y rencor entre seres humanos.
En uno de esos viajes decidí cruzar e instalarme en París, formando una gran colonia de compatriotas exiliados, siendo uno de sus líderes y enlace de la resistencia en España.
A pesar de nuestro trabajo en la sombra hubo muchas bajas, demasiados compañeros enterrados en las cunetas a lo largo y ancho del país, aún en la actualidad siguen sin aparecer sus restos. ¡Vergonzoso!
Esta es mi historia a grandes rasgos, me tacharon de héroe político, pero nunca me gustó, hice lo que creí justo, en homenaje a mi padre y demás fusilados, salvar vidas luchando por la libertad.
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